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Es la víspera de la partida; nada de trabajo; nos hemos traído nuestros equipajes a la escuela (un vestido y algo de ropa interior, ya que sólo nos quedaremos dos días). Mañana por la mañana cita a las nueve y media y partida en el maloliente omnibús del tío Racalin, que nos conduce hasta la estación. Ya pasó todo. Ayer volvimos de la capital, triunfantes, salvo, naturalmente, Marie Belhomme, que ha suspendido. La señorita Sergent se pavonea con tamaño éxito. Tengo que contarlo todo. La mañana de la partida, nos apelotonamos en el ómnibus del tío Racalin, borracho perdido como de costumbre, que conduce como un loco, zigzagueando de una cuneta a la otra, preguntando si vamos a casarnos todas y congratulándose de la maestría de su conducción. «Vamos bien, ¿verdá?», mientras Marie lanza agudos gritos, verde de terror. En la estación, nos amontonan en la sala de espera, la señorita Sergent saca nuestros billetes y prodiga tiernos adioses a su amiguita, que ha venido a acompañarla hasta aquí. La querida, con traje color trigueño, tocada con un enorme sombrero de lo más simple, bajo el que asoma su cara fresca como una rosa (¡la pequeña bribona de Aimée!), provoca la admiración de tres viajantes de comercio que fuman puros y que, regocijados ante semejante expedición escolar, acuden a la sala de espera para lucir ante nosotras sus anillos y sus bromas, pues les parece encantador soltar groserías. Le doy con el codo a Marie Belhomme para que preste atención; ella aguza sus oídos, pero no se entera de nada. ¡Caramba, lo que no puedo es hacerle dibujos para que entienda! La grandullona de Anaïs sí que ha comprendido, y se 73 Librodot Claudine en la escuela Colette 74 fatiga adoptando posturas graciosas y haciendo esfuerzos inútiles para ruborizarse. El tren resopla y silba; empuñamos nuestras maletas y nos introducimos en un vagón de segunda, irrespirable, sofocante. Felizmente, el viaje sólo dura tres horas. Yo me he instalado en un rincón, desde el que es posible aspirar algo de aire, y a lo largo de todo el camino apenas cruzamos palabra, entretenidas con ver pasar el paisaje. La pequeña Luce, acurucada a mi lado, pasa tiernamente su brazo bajo el mío, pero yo me desprendo. ––Déjame tranquila. Hace demasiado calor. Me he puesto, sin embargo, un vestido de seda ligera, color crudo, de una sola pieza, fruncido como el de un bebé, sujeto en la cintura con un cinturón de cuero de un palmo de ancho (me mira fijamente, pero yo ni siquiera pestañeo, sin chistar) de tela roja, que le sienta muy bien; lo mismo que a Marie Belhomme su vestido de semi-luto, de una tela malva estampada con ramilletes negros. Luce Lanthenay conserva su uniforme negro y su sombrero también negro de lazo rojo. Las dos Jaubert siguen sin existir y sacan de sus bolsillos los temarios que la señorita Sergent, desdeñando su exceso de celo, les obliga a guardar de nuevo. ¡No salen de su asombro! Chimeneas de fábricas, casas esparcidas y blancas que, luego, van uniéndose hasta convertirse en la ciudad. Hemos llegado a la estación y descendemos. La señorita Sergent nos empuja hasta un ómnibus y rodamos dolorosamente sobre adoquines hasta el «Hotel de la Poste». En las calles adoquinadas, los ociosos matan el tiempo, ya que mañana es San no sé qué ––fiesta mayor local–– y la Filarmónica causará estragos durante toda la velada. La patrona del hotel, la señora Cherbay, paisana de la señorita Sergent, mujer gruesa en extremo servicial, se agita de un lado para otro. Escaleras interminables, un pasillo y... tres habitaciones para seis. ¡Esto sí que no me lo esperaba! ¿Con quién irán a meterme? Resulta estúpido; detesto tener que dormir con alguien. Finalmente la patrona nos deja. Estallamos en gritos, en preguntas, mientras abrimos las maletas; Marie ha perdido la llave de la suya y no hace más que lamentarse. Me siento, ya cansada. La señorita reflexiona: ––Veamos, debo distribuirlas... Se interrumpe, buscando el mejor modo de emparejarnos; la pequeña Luce se desliza silenciosamente hasta mi lado y me aprieta la mano; confía en que nos meterán en la misma cama. La directora se decide: ––Las dos Jaubert dormirán juntas; usted, Claudine, con... (me mira fijamente, pero yo ni siquiera pestañeo, sin chistar), con Marie Belhomme y Anaïs con Luce Lanthenay. Creo que así se encontrarán bien. Está claro que la pequeña Luce no es dei mismo parecer. Toma su maleta con aspecto penoso y se marcha tristemente con la grandullona de Anaïs hacia una habitación que está frente a la mía. Marie y yo nos instalamos; me desnudo
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