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idea púseme a toser.
Bueno, bueno! Puede usted volverse a mi casa, a cuidar ese cata-
rro -me dijo el coronel.
Me retiraba apresuradamente, y ya estaba a cuatro pasos de la
puerta, cuando el secretario Frichard, se levantó diciendo:
-¡Ese es Moisés, mi coronel!.. ¡El judío Moisés, que hizo mar-
char a América a sus dos hijos, para librarnos del servicio militar!
Aquí debo advertir que el miserable Frichard tenía también en el
Mercado un puesto de vestidos y trapos viejos y que me odiaba a
muerte porque los compradores me daban la preferencia. Eso fue lo
que, le impulsó a denunciarme.
Al oír la acusación el gobernador, exclamó enfurecido:
 ¡Alto ahí! Espere un instante. ¡Ah, viejo zorro!.. ¿Con que
manda usted a América a sus hijos para salvarlos de la conscripción?
Perfectamente. ¡Que le den al momento un fusil, una cartuchera y un
sable!
La cólera contra Frichard me ahogaba. Bien hubiera querido de-
cir algo; pero la vista de aquel miserable que reía. malignamente, en
tanto que, escribía sentado a su mesa me impedía hacer uso de la pa-
labra.
No tuve más remedio que seguir al gendarme Werner, a una de
las salas de al lado, que estaba llena de toda clase de armas.
El mismo Werner me colgó un sable y una cartuchera en bando-
lera, y alargándome un fusil me dijo:
-¡Toma Moisés, y trata de acudir con puntualidad cuando oigas
el toque de llamada!
Bramando de coraje salí de la Municipalidad, atravesando por
entro la apiñada muchedumbre sin escuchar siquiera sus gritos y car-
cajadas con que saludaron mi reaparición.
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Al llegar a casa, referí a Sara cuanto acababa de ocurrirme. Ella
me escuchó poniéndose muy pálida y cuando hube concluido, exclamó
indignada:
 ¡Ese Frichard es el enemigo de nuestra raza; es el perseguidor
de Israel! Sé bien que nos detesta -continuó; -pero es preciso no darle
a entender nuestro resentimiento, Moisés, porque, esto le causaría
mucho placer. Más adelante, aprovechando una ocasión propicia, po-
drás vengarte de él. Si no te es dado conseguirlo, serán tus hijos o tus
nietos quienes se encargarán de exigirle cuentas de todos los agravios
que ese hombre ruin ha inferido a sus abuelos.
Diciendo esto Sara tenía los puños crispados de furor. El peque-
ño Safel escuchaba en silencio, abriendo un palmo de ojos.
Era este el partido más prudente; pero, por mi parte, habría dado
con gusto la mitad de cuanto poseía para arruinar a aquel malvado.
Durante todo el día grité más de cien veces con desesperación:
-¡Ah!.. ¡el infame!.. ¡el infame! ¡Ya estaba salvado; ya me ha-
bían dicho: «Váyase usted a su casa», y él fue quien me delató!..
No puedes comprender, amigo Federico, cuánto he odiado a ese
hombre. Ni mi mujer ni yo olvidaremos jamás los sobresaltos y dis-
gustos que hubimos de sufrir por culpa suya. Mis hijos y mis nietos
tampoco lo olvidarán.
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V
A la mañana siguiente, el toque de llamada nos convocó delante
de la casa del Ayuntamiento.
Todos los chiquillos de la población nos rodearon al punto, em-
pezando a silbar y a armar algarabía. Afortunadamente, los blindajes
de la plaza de armas no estaban acabados, lo cual fue causa de que se
nos llevase a hacer el ejercicio al gran patio del colegio inmediato al
camino de ronda. Los escolares habían sido despedidos y el local esta-
ba desocupado. Figúrate, querido Federico, este gran patio ocupado
por una multitud de honrados padres de familia con sombrero, capo-
tes, polainas y el calzón corto, obligados a obedecer a sus antiguos
caldereros y deshollinadores, o sus mozos de cuadra transformados en
cabos y sargentos. Figúrate estos hombres pacíficos, divididos en pe-
lotones, con el fusil al hombro, y alargando la! piernas a las voces de:
-¡Uno... dos!.. ¡Uno... dos! -¡Alto! ¡Firmes!
Entretanto, los que nos mandaban marchaban hacia atrás, frun-
ciendo el entrecejo y apostrofándonos con estas insolencias:
-¡Moisés, levanta las espaldas!
-¡Moisés, esconde tus narices, que salen de las filas!
-¡Atención, Moisés!
-¡Presenten armas!.. ¡Ah, viejo imbécil! ¡Nunca servirás para
nada! ¿Es posible que a pesar de tus años seas tan animal? ¿No puedes
hacer esto? ¡Uno... dos!.. ¡Uno... dos! -¡Vaya un viejo estúpido! ¡Ea
volvamos a empezar! -¡ Presenten armas!..
-He aquí, Federico, cómo mi propio zapatero Monborne, me
mandaba durante la instrucción.
Por lo, que atañe, a los demás jefes, hacían lo mismo que sus an-
tiguos amos. Habríase dicho que semejante situación debía durar toda
la vida y que ellos deberían ser siempre sargentos y nosotros soldados.
Aquellos tunos parecían ser los amos de todo. La única vez que
recuerdo haber, dado un par de bofetones a mi hijo Safel, fue Monbor-
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ne quien pudo vanagloriarse de haber sido la causa. Escucha cómo
ocurrió. Todos los muchachos que nos, habían seguido desde la. plaza
de la Municipalidad, estaban encaramados sobre el muro del camino
de ronda para mirarnos más de cerca y burlarse de nosotros. Al le-
vantar los ojos vi a Safel entre, ellos y, lleno de indignación, hícele
seña de que bajase. El pobre chico obedeció al momento; pero cuando
terminó el ejercicio y nos dieron orden de romper filas delante del
Ayuntamiento, como él se me acercase para tomar mi fusil, le agarró
por un brazo, ciego de cólera y le apliqué dos buenas bofetadas dicien-
do al mismo tiempo :
-¡Toma!, Esto es en pago de haberte mofado de tu padre como el
ingrato Cam, en vez de traer una capa para cubrir su oprobio.
Safel rompió a llorar a lágrima viva.
Cuando llegué a mi casa, Sara notó que yo estaba pálido de co-
raje, y al ver al niño que me seguía de lejos, sollozando todavía bajó [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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