WÄ…tki
 
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a separarse: una prueba más de que yo estaba muerto, y bien muerto.
¿Cómo podía, estando muerto, sentir todavía el dolor? Archivé en la memoria este
problema. Supongo que no deseaba tener que admitir la existencia del infierno.
Intenté replantear filosóficamente mi situación. Estaba sumido en un ambiente helado,
en la oscuridad absoluta, en un gran dolor (¡aspecto para archivar!) y dentro de mi ataúd
(y seguían aporreando en él).
Bueno, es de suponer que un ataúd tiene que ser helado y lóbrego. También es natural
que se clave un ataúd (sólo que en éste la operación duraba demasiado).
Pero, especialmente cuando uno aún se hace ilusiones sobre la cortesía de la
humanidad, se espera que un ataúd sea del tamaño adecuado (en mi caso, que tenga
unas dimensiones internas de trescientos por sesenta por cuarenta y cinco centímetros).
Y, si la humanidad es especialmente considerada, que esté cómodamente tapizado, a ser
posible con seda acolchada.
Mi ataúd no tenía forro e, indiscutiblemente, tampoco tenía las dimensiones idóneas.
De hecho, a juzgar por la postura contorsionada de mi cuerpo, puedo asegurar que su
longitud, su anchura y su altura no sobrepasaban los ciento veinte centímetros. Mi
cabeza, empinada hacia arriba, yacía en un rincón extremo. Mi espalda estaba
aprisionada, por la gravedad, contra el duro fondo del ataúd, cuya superficie tenía un
entramado de grietas, más o menos como el suelo del patio del presidente Lamar. Mis
piernas estaban muy inclinadas hacia arriba, y los pies encajados en el rincón superior,
opuesto a mi cabeza.
Sí, mi ataúd era un simple cajón ignominioso. ¡Ya podían hacerme el favor de no
aporrearlo más!
Luego, se me ocurrió que, como correspondía a un héroe de la Revolución de los
Gibosos, debían de haberme amortajado de gala, cubierto con mi dermatoesqueleto y con
dos medallas de oro, por lo menos, una de las cuales llevara la inscripción: «Actor
Socialista Distinguido».
Pero, evidentemente, no tenía puesto el dermatoesqueleto. Llevaba sólo mi traje de
invierno, que me quedaba muy suelto sobre el torso, en parte a consecuencia de mi
estado de congelación.
Traté de imaginar qué me había sucedido antes de ser metido en el ataúd. Mi primera
teoría fue que me arrojaron por el Agujero del Ruso Loco, aterricé luego sobre un lecho de
plumas de un kilómetro de espesor, y aparecí en el Reino de los Muertos, cuyos
instructores me encerraron bajo clavos en este cajón ignominioso y contorsionante, como
castigo por encarnar a la Muerte en el mundo terreno.
Y todavía seguían clavando.
Esta teoría tenía varios puntos débiles. Por no mencionar más que uno, el Agujero del
Ruso Loco estaba repleto hasta los topes de magma incandescente y azul-radiactivo.
Intenté idear otra teoría; pero el martilleo no me dejaba pensar, sino que exacerbaba
todos mis dolores. Fue volviéndose cada vez más estrepitoso, cada vez menos
soportable.
Se convirtió en un martilleo que no recaía en el ataúd, sino en mi cesto craneal, y
seguidamente en mi cráneo y mi rostro desnudos.
Cuando me percaté de lo que estuve deseando durante este tiempo, encontré una
salida: la muerte.
Inmediatamente, hice un notable descubrimiento: tanto si uno muere durante un minuto
como durante un billón de años, el que muere no percibe ese lapso de tiempo en
absoluto.
A continuación, cobré conciencia de que el conocimiento retornaba a mi cuerpo,
husmeando como el animalillo que es. Me olfateó de la cabeza a los dedos de los pies, de
los pies a las puntas de los dedos de las manos. Entonces, me hocicó en el cuello,
penetró en mi cerebro de un salto y se acurrucó allí, los ojos muy abiertos, las orejas en
pico, todavía olisqueando.
Yo estaba exactamente en la misma situación que antes, pero con una prodigiosa
diferencia: el martilleo había cesado. Todavía sentía una amplia gama de dolores, pero
ahora los sentía en silencio. Quienquiera que fuese el que había estado aporreando mi
ataúd, se había alejado.
Tal vez el golpeteo sólo hubiese estado en mi mente durante ese tiempo. O quizá fuese
la palpitación de mi corazón, el cual, después de esforzarse frenéticamente en movilizar
mis músculos espectrales proporcionándoles mayor proporción de glucosa y oxígeno,
hubiera asumido por fin una sensata neutralidad y estuviera holgazaneando.
Me pregunté si ahora estaría bombeando con fuerza bastante par; irrigar los dedos de
mis pies, situados a un nivel tan superior al suyo. Pues sí, más vale gangrena de los pies
que gangrena en el cerebro, me informó mi conciencia.
¿De dónde me vino la idea de que estaba vivo, si sabía que estaba muerto? Había que
eliminarla. ¡Calma, conciencia!
Tuve que esforzarme lo indecible para mantenerme muerto. Me concentré en la tarea
de inmovilizar cada una de mis partes, empezando por los dedos de los pies. Esto
benefició mucho a mis músculos, pues en su mayor parte eran espectrales entre otras
cosas, incapaces de funciona bajo seis lunagravs. Tenía la ventaja de que a medida que
inmovilizaba cada zona de mi cuerpo, el dolor dejaba de emanar de ella.
Me esforcé también en suprimir mis pensamientos, y especialmente el intento de
recordar lo que me había sucedido.
Me aferré, además, al subterfugio de que me bastaría con tener paciencia y seguir en
actitud pasiva durante cierto tiempo  no mucho para morir irrevocablemente de frío,
deshidratación, insuficiencia cardíaca, inanición o gangrena de los dedos de los pies,
aproximadamente en ese orden.
Estoy plenamente convencido de que habría logrado llevar a feliz termine codo ese
proceso, de no haberse producido una circunstancia detestable.
Dos arañas grandes y robustas aparecieron a uno y otro lado de mi cuerpo, y
comenzaron a explorar con decisión el suelo de mi ataúd cúbico.
Cuando digo «aparecieron» no quiero decir que las viera, sino que advertí su
presencia, que las sentí. Sin embargo, comencé a percibir en mis ojos un resplandor que
parecía no tanto la azarosa emisión fotónica de los conos y bastoncitos como la luz que
se filtraba a través de mis párpados inmóviles. De hecho, me estaba esforzando en
suprimir ese resplandor, cuando las dos arañas surgieron.
Sucede que tengo un miedo irracional a las arañas, aunque en el Saco son escasas y
habitan principalmente en los aracnidarios, donde pululan en caída libre tan bien como los
insectos y demás animalillos para los que la gravedad o su ausencia son asuntos
intrascendentes.
Así que, cuando aquéllas surgieron en mi ataúd, quedé aterrorizado en extremo.
Un detalle especialmente horrendo fue que estas arañas estaban mutiladas: cada una
sufrió la amputación de tres patas; pero la operación llegó a feliz término, y consiguieron
circular muy bien con sus cinco patas restantes.
Por otro lado, una cuestión me inquietada: ¿Cómo podía saber tanto de las arañas sin
poder leer en sus mentes? No es que posea percepción extrasensorial, como ya dije
antes, o que las arañas sean telépatas reconocidas. Sin embargo, aquello me inquietó.
Por fin, las arañas parecieron interesarse apasionadamente por mis muñecas, y [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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