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«El hombre que le indiqué ayer en el teatro es miembro de la Hermandad y ha sido traidor a ella. Ponga ambas afirmaciones en conocimiento de sus jefes. Ya sabe usted quién es. Vive en Forest Road, 5, Saint John Wood. Por la amistad que me profesa, actúe rápidamente y sin piedad. Todo lo he arriesgado y perdido. Pago mi derrota con mi vida.» Firmé y lacré el sobre. En éste escribí el nombre de Pesca, seguido de estas palabras: «No la abra usted hasta mañana a las nueve, en caso de que no nos veamos antes. A las nueve, rompa el sobre y siga las instrucciones que encierra» Todo lo encerré en un doble sobre, en el que escriba únicamente el nombre y señas de Pesca. Tan sólo tenía que ver ahora de encontrar el medio de llevar la carta a su destino. Si salía mal de mi entrevista, el criminal no quedaría impune. Bajé al piso inferior en busca de un mensajero. Le dije lo que necesitaba y me propuso hacerlo por medio de su hijo. Le encargué a éste que llevara la carta en un coche y que volviera en él, y que el carruaje me esperara en la puerta, pues yo lo utilizaría. Eran las diez y media. Subí de nuevo a mi estudio y ordené mis cosas por si me ocurría algo. Por primera vez tembló mi mano al intentar abrir la puerta del salón donde creí se encontraban Laura y Marian. Marian estaba sola. Sorprendida, me miró, diciéndome: ¡Qué temprano! ¿Le ha ocurrido algo? Sí, ahora lo verá. ¿Dónde está Laura? Le dolía la cabeza y le he dicho que se acostara. Fui a verla mientras Marian me miraba con la idea de que algo anormal ocurría. La vista de mi esposa en el lecho me quitó valor para realizar mi propósito. Pero pude dominarme. Laura dormía confiadamente. Besé sus manos sin despertarla, la miré por última vez y murmuré: «Dios te bendiga». Encontré a Marian con una carta en la mano. Ha venido el hijo del dueño de la casa y me ha entregado esta carta diciendo que el coche espera a la puerta. Bien dije yo, rompiendo el sobre. La carta decía: «Recibida su misiva. Si no le veo antes de la hora que indica, romperé el segundo sobre. P.» La guardé en mi bolsillo y me dirigí a la puerta. Marian me detuvo. Walter dijo mirándome a la cara tengo la impresión de que esta noche se va usted a jugar el todo por el todo. Si, Marian, es la última y la mejor de mis probabilidades. Pero no solo dijo temblorosa . No desprecie usted mi compañía. Yo le esperaré en el coche. Si realmente quiere ayudarme dije conteniéndola , acompañe esta noche a mi esposa en su habitación. Deme usted esta tranquilidad, y demuéstreme así su valor. Le estreché las manos y salí. El hijo del propietario de la casa me abrió la portezuela del coche. Le dije al cochero que si llegábamos en un cuarto de hora a la dirección que le indicaba habría doble propina. Cuando nos detuvimos ante la casa del conde, daban las once y cuarto en la iglesia. Después de haber despedido al coche, me disponía a llamar a la puerta cuando me encontré con un individuo que tenía la misma intención que yo. A la escasa luz del farol reconocí en el desconocido al caballero de la cicatriz. Creo que el también me reconoció. No dijo nada, y en lugar de detenerse continuó su camino lentamente. En aquel momento no tenía tiempo de pensar si me había seguido o si era casual el encuentro. Sin detenerme a pensar más, escribí en una tarjeta mía: «Asunto importantísimo», y llamé. Me abrió una doncella. Sin decir nada, le entregué la tarjeta, ordenándole: «Entregue esto a su amo». Mi brusca forma de proceder la desconcertó, y no tardó en regresar diciendo que el conde me saludaba atentamente y preguntaba qué se me ofrecía. Le devolví el saludo, diciéndole que no podía tratar más que con él, y el segundo mensaje me franqueó la entrada en la casa. VII A la luz de la bujía que llevaba la sirviente vi a una señora salir de una habitación interior. Me dirigió una mirada escrutadora y pasó de largo sin contestar a mi saludo. Comprendí que era la condesa. La doncella me hizo entrar en la habitación que aquélla había dejado y me encontré allí con el conde. Vestía aún el traje de sociedad, pero el frac estaba sobre una silla. Su limpísima camisa blanca estaba arremangada sobre las muñecas. A un lado velase una maleta. Por la habitación estaban esparcidos libros, papeles y otros objetos. Todo parecía indicar un viaje apresurado. El conde, sentado ante la maleta, se levantó al verme. Me indicó una silla y me dijo: Dice usted que tiene importantes asuntos que tratar conmigo. Ignoro cuáles pueden ser. Su mirada me convenció de que no me había visto en el teatro, y que, por lo tanto, no me reconocía. Veo que he tenido suerte encontrándole, porque, según parece, está usted a punto de partir. ¿Tiene algo que ver esto con su visita? En cierto modo. ¿Sabe usted adónde voy? No, pero sí el motivo. Rápidamente se dirigió a la puerta, la cerró y guardóse la llave en el bolsillo. Aunque no nos hayamos visto nunca, usted y yo, señor Hartright, nos conocemos muy bien. Antes de venir, ¿no ha pensado usted que no se puede jugar impunemente conmigo? No es esa mi intención. Es un asunto de vida o muerte. ¿De vida o de muerte? Esto es muy serio de lo que usted supone.
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