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importancia. Más era: aunque la razón le decía que en casos tales todos los maridos del mundo tenían muy poco que hacer, y que todo era ya cosa de la madre y del médico, se le antojaba que él estaba siendo allí todavía más inútil que los demás padres en igual situación; que se le arrinconaba demasiado, que se prescindía demasiado de él. Sin embargo, lo que le había dicho don Venancio no tenía vuelta de hoja. -Usted, amigo Bonifacio, a la cama; a la cama unas cuantas horas, porque esto puede ser largo, y vamos a necesitar las fuerzas de todos; y si no descansa usted ahora, no podrá servir como tropa de refresco cuando se necesite. «Bien; esto era racional.» Por eso se acostaba, porque él siempre se rendía a la razón y a la evidencia, y pensaba rendirse aún más, si cabía, ahora que iba a ser padre y tenía que dar ejemplo. Pero lo que no tenía razón de ser era el despego de todos los demás, Emma inclusive, y las miradas y gestos de extrañeza con que recibían sus alardes de solicitud paternal y marital todos los que andaban alrededor de su mujer. Doña Celestina, la matrona matriculada, que había venido por consejo de don Venancio; el marido de la partera, don Alberto, que también andaba por allí; Nepomuceno, Marta, Sebastián y hasta el campechano Minghetti, si bien éste le miraba a ratos con ojos que parecían revelar cierto respeto y algo de pasmo. Recapacitando y atando cabos, Bonis llegó a recordar que Serafina misma le había querido dar a entender, de tiempo atrás ya, que el nacimiento de su hijo, el de Bonis, era cosa que no debía tomarse con calor; el mismísimo Julio Mochi, en cierta carta escrita meses antes desde La Coruña, le hablaba del asunto y de su entusiasmo paternal con una displicencia singular, con palabras detrás de las cuales a él se le antojaba ver sonrisas de compasión y hasta burlonas. Pero, en fin, lo de Serafina y lo de Mochi podían ser celos y temor de perder su amistad y protección. Serafina veía, de fijo, en lo que iba a venir un rival, que acabaría por robarla del todo el corazón de su ex amante, de su buen amigo... «¡Pobre Serafina!» No, no había que temer. Él tenía corazón para todos. La caridad, la fraternidad, eran compatibles con la moral más estricta. Sin contar con que... francamente, aquello del amor paternal no era cosa tan intensa, tan fuerte, como él había creído al verlo de lejos. ¡Ca! No se parecía a las grandes pasiones ni con cien leguas. ¿Dónde estaba aquella íntima satisfacción egoísta que acompaña a los placeres del amor y de la vanidad halagada? ¿Dónde aquel sonreír de la vida, que era como el cuadro que encerraba la dicha en los momentos sublimes de la pasión? Esto era otra cosa; un sentimiento austero, algo frío, poético, eso sí, por el misterio que le acompañaba; pero más tenía de solemnidad que de nada. Era algo como una investidura, como hacerse obispo; en fin, no era una alegría ni una pasión. Y daba vueltas Bonis en su lecho, impaciente, como en un potro, conteniéndose tan sólo por cumplir el racional precepto de don Venancio. Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo -114- «Claro, hay que descansar; puede parir esta noche, o no parir hasta mañana... o hasta pasado. Pueden ser todos estos gritos falsa alarma. ¡Buena es ella! Si no fuera porque don Venancio ha tocado la criatura... todavía me escamaba yo. Pero, de todas suertes, Emma es capaz de quejarse de los dolores un mes antes de lo necesario. Sí, durmamos. Puede esto ir para largo y tener que velar mucho... Si me dejan esos intrusos. Lo que extraño es que Emma, que siempre me ha tenido por enfermero, y casi casi por mesilla de noche, no me llame ahora a su lado. ¡Mujer más rara! Y ahora que yo la ayudaría con tanto gusto.» El calorcillo de las sábanas, que empezaba a sonsacarle el sueño, inclinándole a las visiones vagas, a la contemplación soporífera de imágenes y recuerdos halagüeños, le hizo pensar, suspirando: -¡Si hubiese sido mi mujer Serafina, y este hijo suyo, y yo algo más joven! Como si el pensar y el desear así hubiera sido una navajada, allá en sus adentros, no sabía dónde, Bonis sintió un dolor espiritual, como una protesta, y en los oídos se le antojó haber sentido como unas burbujillas de ruido muy lejano, hacia el cuarto de su mujer; una cosa así como el lamento primero de una criaturilla. -¡Dios mío, si será!... -Sin querer confesárselo, sintió un remordimiento por lo que acababa de pensar, y la superstición le hizo creer que su hijo nacía en el mismo instante en que el padre renegaba en cierto modo de él y de su madre. -¡Alma de mi alma! -gritó Bonis, echándose de un salto al suelo-; ¡sería eso como nacer huérfano de padre! ¡Hijo mío! ¡Emma, Emma, mujercita mía! Se abrió la puerta de la alcoba, y antes que nada, Bonifacio oyó distinto, claro, el quejido sibilítico de
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